UN TRUHÁN COMO YO

 

Nací en la calle de Los Ángeles en la ciudad de Guadalajara, viví en la calle Justicia de la colonia La Esperanza.

Los pasos de mi niñez y mi adolescencia tuvieron por eje la calzada Independencia y la avenida Revolución, mientras orbitaba y respiraba el barrio del mercado Libertad.

 ¡Vaya…! Si lo piensas, son muchas virtudes para un truhan como yo.

MI CONCEPCIÓN

MI NACIMIENTO

La tormenta era intensa, espesa y mi bella ciudad de Guadalajara se veía sumergida en ella.

 La historia de mi nacimiento se sitúa entre el barrio de Analco y el bosque del Agua Azul, exactamente en la calle Los Ángeles, al lado de la antigua central camionera. 

Vengan, miren por la ventana de esta casa. Imaginen.

Tres en una habitación con tenue luz. Las contracciones del parto eran cada vez más fuertes, dolorosas y seguidas.

Mi padre, se encontraba encaramado en una silla un tanto inestable para poder alcanzar la única lámpara del techo que iluminaba la estancia. La agarró y la estiró para iluminar lo mejor posible la entrepierna de su esposa, bajo las instrucciones de la comadrona.

Mi madre, María de la Luz, no se sabe si sufría más ante la posible caída de mi padre o ante la llegada de la nueva vida que surgía de su vientre.

Gritos de la comadrona para guiar la luz que sujetaba mi padre. Gritos de mi padre intentando calmar a mi madre. Gritos de mi madre, que ya no sabía ni por qué gritaba.

Y finalmente, en aquella madrugada de un 27 de septiembre, de 1954 entre tanto caos y hermosura, a los gritos les gano el silencio. Allí, sólo se escuchaba mi llanto proclamando vida nueva. Cuatro en una habitación pequeña con tenue luz, una tormenta intensa.

Luz con luz, dio a luz.

MANUEL

Mi hermano mellizo no nació en el misma habitación que yo, ni en la misma calle, ni bajo la misma tormenta. Por desgracia, su parto tampoco fue como el mío, tuvo más complicaciones que la falta de luminosidad.

Su mamá estuvo a punto de morir y él también, su estado era muy grave.

La única solución que encontró mi padre, que también era el suyo, fue llevarlo ante mi madre. Ella, con su carácter noble, cobijó a aquel bebé entre sus brazos, aportándole cariño, alimento y, una vez más, Luz dio luz.

Le llamó Manuel y nos presentó ante amigos y familiares como suyos. Uno rubio como mi padre y otro moreno como mi madre.

Nos amamantó hasta los dos años. Para hacerlo se sentaba en una pequeña silla, se desnudaba el torso y nosotros de pie, uno a cada lado, nos alimentábamos de su leche. Nos gustaba estar siempre desnudos.

“¡Jólmino, Jólmino córrele, que ahí vienen los calzones!”, me gritaba Manuel cada vez que veía venir a mi madre con la ropa para vestirnos.

Los dos teníamos dos mamás. Él tenía a Mamá María y Mamá Cruz. Y yo a Mamá María y mi “M Aamá Azul” (de mis dos mamás les contaré en otro momento).

Por desgracia, mi hermano, mi mellizo, mi cuate, murió trágicamente antes de cumplir los diecinueve años.

Le recuerdo bello, vigoroso y siempre desafiante, buscando una boca donde morir y un beso para resucitar.

Manuel

LA CAJA DE 24 CRAYOLAS 

-¿Cómo decidiste ser pintor?’ -suelen preguntarme, y siempre, como respuesta, me atropella la misma anécdota que marcó mi vida: La de la caja con 24 crayolas.

A los siete años soñaba con ser aviador. Camino a la escuela, me detenía a observar las acrobacias que hacían los pilotos de la academia militar con sus avionetas al entrar y salir en las profundidades de la barranca de Huentitán.

Mi sueño cambió con la llegada a mi escuela de David Carmona, un recién egresado de la escuela de Artes Plásticas que nos cobraba 20 centavos por cada día de clase de pintura.

Sus lecciones comenzaban a las siete de la mañana, una hora antes de entrar a la escuela.

Mis padres al ver el desbordado entusiasmo que despertó en mí la pintura, también me apuntaron los domingos al Jardín del Arte, en el parque Agua Azul.

Eran tiempos de severas limitaciones económicas, pero un día, a pesar de todo, mis padres me sorprendieron con un maravilloso regalo poco antes de cenar: ¡Una caja con 24 crayolas!, ¡Ajua! ¡El mayor tesoro que podía poseer!

-Estrénalas -me dijeron.

Coloqué unas vasijas de barro como modelos y comencé a pintar sobre el papel; trazaba, iluminaba y con mucho cuidado volvía a dejar cada crayola en su lugar de la cajita mientras ellos en silencio me observaban.

Terminé mi obra, mi padre la miró con detenimiento, en silencio acercó otra hoja, volcó todas las crayolas sobre la mesa y comenzó a pintar él tambien con fuerza y mucha decisión. Sus trazos eran rápidos, espontáneos y muy pasionales, y en esa especie de trance y de locura rompió algunas crayolas.

Las lágrimas me brotaban, silenciosas. No sé si por su fascinante forma de pintar  o por el hecho de que había destrozado parte de mi pequeño tesoro.

Después de breves y luminosos instantes, apareció una obra de radiante belleza.

Yo estaba  petrificado. Mi madre me sonrió y me abrazó y mi padre me acarició con ternura la cabeza y me dijo:

Si quieres ser artista, tienes que trabajar así: permitir que tu alma cruce la frontera del milagro”.

Esa experiencia me dejó una herida de luz que no ha podido cicatrizar. Al contrario, se hace más grande, sobre todo cuando intento dibujar puentes, entre lo que nunca ha sido y nunca será.

¡Una caja con 24 crayolas abrió la puerta!

¡Así fue como comenzó todo!

LA MUERTE Y EL BIROTE CON SAL

Son varias las ocasiones durante las cuales he estado a punto de perder la vida.

Les contaré una de las que más me ha impactado.

Sobre la calzada Independencia, mis padres tenían dos negocios, una frutería y una tienda de artículos de piel. Un día me mandaron a la tienda de abarrotes donde regularmente solíamos hacer las compras básicas, recuerdo que estaba en la calle Huerto.

De pronto, de la cantina de la esquina formada por la calles Grecia y Trinidad, salió un hombre con una pistola en la mano y la camisa manchada de sangre. Se dirigió hacia mí, se recargó en la pared a dos o tres pasos de donde yo me encontraba y me di cuenta que sangraba del abdomen. Yo estaba paralizado por el miedo, observando el esfuerzo que hacía para no caerse mientras se cubría la herida con la mano.

Instantes después, como en las típicas películas de charros del cine mexicano. salió otro hombre por la misma puerta ¡También iba armado!

Aún recuerdo el estruendo a causa de las balas.

Los dos rufianes enfrascados en un tiroteo del que salió vencedor el primero en salir, el que se encontraba a unos pasos de mí ¡Estuve dentro de la balacera! ¡A un metro de la muerte estuve a mis ocho años!

La tragedia terminó con tres hombres y un Ser: Uno, herido y recargado en la pared, otro, tirado bocabajo muerto a mitad de la calle, yo, de pie, inmóvil, observando entre el pánico y la gritería cómo un misterioso Ser que todo lo miraba, serenamente se alejaba sin apenas tocar el suelo… girando su rostro para dibujarme una delicada sonrisa como despedida.

Y ahí me dejo, en la orilla de su abismo y con su gesto clavado en mi corazón.  

Enseguida, mi madre llegó corriendo y entre su angustia y su llanto me abrazó con una inmensa y amorosa fuerza. Me llevaron al restaurante de la La Queta”, me sentaron encima de una mesa, mi madre me revisaba, me abrazaba, me besuqueaba y me volvía a revisar.

Todos querían ayudar, alguien me dio un gran trozo de birote con sal, dicen que no falla, lo comes y curas del susto.

La potencia milagrosa del birote con sal no ha sido suficiente para olvidar aquel Ser con su serena sonrisa, ante la barbarie humana y la fragilidad de la vida. 

 

*El birote es un pan más duro y dorado que se utiliza para las tortas ahogadas típicas de Guadalajara